16 de marzo de 2010

Capítulo Veintiocho de "Asesinato en el Ampurdan"

28


Cuando emergí a la superficie, miré a mi alrededor y no vi a nadie. La costa era completamente escarpada y abrupta y las rocas llegaban hasta el mimo borde del mar. No se divisaba ninguna playa. Esa parte de la costa no la conocía, pero nadé hacia el norte suponiendo que en algún momento llegaría a la Cala Montjoi o sus alrededores. De cuando en cuando, mientras nadaba, miraba hacia las rocas por si veía a Miguel, me paraba en algún saliente a descansar y seguía nadando alejada de la orilla, por si aparecía Miguel y me pegaba un tiro.
Ya debía de llevar como una hora dentro del agua y aún no había divisado ni una sola playa. El paisaje era cada vez más árido y las rocas más altas. Me sería imposible llegar a tierra en ese lado de la costa. Continué nadando, pero poco a poco iba entrando en una especie de sopor que me hacía cerrar los ojos. Mi cuerpo se iba relajando y mis músculos se estaban agarrotando. Temí no tener fuerzas para aguantar mucho tiempo más dentro del mar. Como ya he contado antes, la tozudez es uno de mis defectos, o virtud en este caso, seguí nadando y ordenando a mi mente que no se hundiera y se llevase consigo a mi cuerpo, cada vez más inerte.
Después de lo que a mí me pareció una eternidad, divisé una pequeña cala. Desde mi posición dentro del mar, parecía que solo se podía acceder a ella por el agua, así que moví los brazos, ya no podía decir que estuviera nadando y con las últimas fuerzas que me quedaban, logré llegar hasta la arena. Una vez en tierra, busqué refugio debajo de un pino y caí extenuada.
Cuando me desperté habían pasado seis horas y la noche había caído sobre el Ampurdan. Tenía frío, hambre y sed. Mi cuerpo estaba magullado y entumecido y dentro de mi cabeza parecía que estuvieran metidos todos los adolescentes del mundo tocando música trance. El labio me escocía y lo notaba hinchado como si me hubieran inyectado silicona. No me atrevía a moverme. Pero al menos que Miguel tuviera una barca, aquella cala era un refugio seguro. Lo del hambre y los dolores en mi cuerpo lo podría soportar, pero la sed. Me notaba la boca pastosa y seca. La mezcla de alcohol, vómito y la sal de mar habían incrementado mis ansias de agua. En ese momento hubiera dado todo lo que tenía por una botella de Vichy Catalán.
Debí quedarme dormida otra vez, pues cuando volví a despertar era noche cerrada y las nubes tapaban las estrellas. Ya no me dolía la cabeza y el labio había remitido en volumen. Notaba la sangre seca y pegada a mi cara y cuello, pero no me atrevía a moverme para buscar algo con que limpiarme. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. La cala era una lugar recóndito imposible de llegar o de partir a pie, por lo que al día siguiente y con luz tendría que volver al agua y seguir nadando hasta algún punto de la costa en que pudiera  acceder a la civilización. ¿Quién decía que la Costa Brava estaba completamente urbanizada? ¡No conocían este lugar!
Cuando los primeros rayos de sol salieron por el norte de la cala, me zambullí en el agua otra vez. Me prometí a mi misma que si salía con vida de aquella aventura, no me metería en el mar en una buena temporada. Como ya estaba mejor de mis golpes y contusiones, nadé a un ritmo más rápido y al cabo de una hora, divisé una playa. Eran las ocho de la mañana y no había ni un alma. Me quedé en la esquina sur de la cala, aún sumergida en el agua, para ver si divisaba a Miguel. Tenía miedo de que el muy cerdo, hubiera pensado lo mismo que yo y me estuviera buscando en el único punto de la costa donde podía salir del agua y tocar tierra.
Esperé diez minutos más, pero mi cuerpo ya estaba empezando a arrugarse cual pasa de corinto, por lo que decidí salir a la superficie y lanzarme en busca de ayuda. La playa era una calita pequeña, sin ninguna construcción o vivienda, pero con un sendero que indicaba que alguna salida debía de tener.
Mirando por todas partes, empecé a subir el camino. Desde luego había que tener moral y ganas para bajar a esa playa para disfrutar de un poco de soledad en pleno verano. Llevaba un buen rato subiendo, cuando oí un ruido. Mi instinto hizo que saliera rápidamente del camino y me escondiera entre unos matorrales. No me atreví a levantar la cabeza para ver quien era. Estaba paralizada por el miedo. Mis nervios y mis músculos se habían agarrotado definitivamente y ya no obedecían las órdenes de mi cerebro, que les decía que volviera a correr para huir de mi posible asesino.
Me mantuve acurrucada en posición fetal, con la cabeza escondida dentro de mis brazos, cuando noté una mano que se ponía en mi espalda. Quise gritar, pero de mi boca no salieron las palabras.
-¡Blanca, gracias a Dios! ¡Estas viva!- chilló una voz que no supe reconocer.
Levanté la cabeza y era Pons.
Pons me levantó del suelo y me estrechó en sus brazos. Creo que fue uno de los momentos más felices de mi existencia. Fue como una película que ahora veo después del tiempo transcurrido, ya que entonces no me enteré de nada.
Sin poder articular palabra, (pensé que me había quedado muda) empecé a llorar y a besar a Juan al mismo tiempo. Mis lágrimas, mi saliva y la suya, sus lágrimas, formaron un agua bendita que me quitó la sed de golpe. Solo deseaba fundirme en aquella boca que me daba tranquilidad y amor. Me llevó cogida de la cintura todo el camino hasta su coche y sin decir palabra me acomodó en el asiento del copiloto, me ató el cinturón y sin dejarme de darme la mano, condujo hasta el hospital.
Creo que entré en un estado de shock, ya que me quedé completamente aturdida, sin habla y con un agotamiento físico y psíquico como nunca antes había sentido.
Lo último que recuerdo de aquel día, fue la entrada en el hospital de Palamos, la camilla donde me pusieron el gota a gota, los médicos y enfermeras a mi alrededor y sobre todo a Pons todo el rato a mi lado, con su mano cogiéndome fuertemente la mía, hasta que los ojos vencieron mi voluntad y se cerraron.

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