18 de marzo de 2010

Capítulo Veintinueve de "Asesinato en el Ampurdan"

29

Cuando me desperté o me despertaron, ya que luego me dijeron que me habían mantenido dos días sedada, tenía a mi alrededor a todos mis seres queridos.
En un primer momento y aturdida aún por todos los tranquilizantes que me habían dado, pensé que estaba en la otra vida rodeada de la gente que más me quería. Eso debía de ser realmente el paraíso. Mi gente y yo. Paola me cogía la mano, Manuela lloraba en un rincón, Diego reía a su lado y hasta mi ex marido Alberto estaba ahí. Al único que no vi al despertar fu a Pons, mi salvador.  ¡Ya me temía yo que ni en el paraíso la felicidad podía ser completa!
-¡Mamita! ¿Cómo estás?- Me dijo Paola dándome un beso cerca del labio magullado.
-¡Paola! ¿Qué haces aquí en España?-
-Me llamó papá. Me contó que habías tenido un accidente y vine rápidamente. ¡Te quiero mucho!-
-Yo también, cariño.- las lágrimas de emoción volvieron a brotar de mis ojos. Miré a Alberto y dije:
-Hola, Alberto. ¿Cómo te has enterado? ¿No estabas de viaje?-
-Blanca, me alegro de verte, de verdad. Me llamó Manuela al móvil. Estaba en Londres pero cogí el primer avión y llegué ayer. La pobre estaba muy preocupada. La policía la había informado de todo lo que te había pasado y no sabía lo que hacer.- respondió Alberto.
Después de dar besos y abrazos, de llorar y reír, entró una enfermera mandona y pidió a mi familia que saliera, que yo tenia que descansar. Fueron abandonando la habitación uno a uno, como si se resistieran a dejarme sola otra vez.
Manuela me besó y me dijo que ella no se iba, que esperaría fuera. Diego, mi Dieguito, había dejado su convalecencia suiza y estaba ahí con sus muletas y su pierna enyesada. Paola lo cogió del brazo y después de besarme, salieron juntos. ¡Como me gustaba ese chico para mi hija!
Antes de que Alberto se marchara le pregunté:
-¿Qué se sabe de Miguel Martí, el que me quería matar?-
-Blanca, ahora no te preocupes de eso. Ya no corres ningún peligro. La policía lo ha detenido. Pero me ha dicho el inspector Pons que vendrá el personalmente a contártelo todo. Ahora descansa, vendremos todos por la tarde a verte otra vez.- y antes de irse, Alberto se inclinó hacia la cama, me besó suavemente en los labios y me dijo que me quería.
Yo también le quería. Seguía siendo un hombre guapo y elegante. Quizá nos habíamos conocido siendo demasiado jóvenes. Pero sobre todo era el padre de mi hija y por ese motivo le querría siempre. Me había dado lo más preciado de mi existencia. Paola.
Salí del hospital al día siguiente. La deshidratación y las magulladuras ya estaban controladas y los médicos decidieron darme el alta. Paola vino con el coche y me llevó al hotel. Como buena Leo, se hizo cargo de todo y empezó a mandarme como si hubiéramos invertido los papeles, ella hacia de madre y yo de hija. Le dejé hacer. Era agradable dejarse cuidar y mimar. Estuve dos días encerrada en mi habitación, sin llamadas ni visitas y bajo la férrea custodia de Paola y Manuela.
Al tercer día, ya francamente recuperada, mi encierro y convalecencia se hicieron insoportables. Solo necesitaba ver a Pons y que me contase los pormenores de la detención de Miguel.
Lo primero que hice cuando salí de mi habitación fue ir directa al teléfono (Paola me había clausurado el de mi cuarto) y llamar a Juan. Al mismo tiempo le pedí a Paola que fuera a Palafrugell a comprarme un móvil. El mío se había quedado con Miguel en alguna roca, víctima de la furia de Miguel. No quería ir por la vida sin ese invento que me había salvado de morir despeñada. Además dispondría de un rato de soledad y poder hablar con Juan con tranquilidad.
Llamé a comisaría y para variar Pons no estaba. No quisieron darme su móvil, que había sucumbido memorizado en mi teléfono a la furia de Miguel. Tuve que conformarme con dar el recado que me llamara.
Pasé la tarde en el jardín con mi hija. Al día siguiente y a pesar de sus protestas, volvía a Nueva York. No quería dejarme pero tuve que convencerla que lo primero era su trabajo, ya que yo estaba perfectamente. Como dormía en Barcelona en casa de su padre, cenamos pronto y sobre las nueve se fue en el coche que había alquilado en el aeropuerto. Lloramos al despedirnos, pero las dos sabíamos que  pronto nos veríamos en Nueva York.
Por unos instantes, la nostalgia se apoderó de mí. La iba a echar de menos después de unas semana juntas. Paola es una persona vital y su presencia siempre llena el espacio en el que habita.
Mientras veía el coche de Paola partir en la lejanía, apareció el de Pons. Bajó corriendo y me abrazó tan fuerte que pensé que me iba a romper las costillas.
-Blanca, siento no haber venido antes, pero no he podido. He tenido mucho trabajo con la detención de Miguel y de Alejandra. ¿Cómo te encuentras?
-Bien, bien, estoy perfectamente. Pero quiero saber todo lo que pasó. Nadie me ha contado nada. ¿Cómo me encontraste? Y …-Pons no me dejó seguir. Cerró mi boca con la suya y mi mente ya no quiso averiguar el final de aquel caso, sino que solo deseaba fundirse en el cuerpo de policía.














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